lunes, 21 de agosto de 2017

Caminar sin miedo

Cuando Sara tenía 5 años me hizo una pregunta que siempre temí: ¿Por qué puedo caminar de noche en Panxón –un hermoso pueblo costero gallego donde pasa parte de sus vacaciones con la familia materna- y no en Honduras? 

A pesar de la inminente llegada de esa pregunta, nunca pude prepararme para encontrar una respuesta cierta pero que no la llenara de temor a un país en donde ha pasado la mayor parte de su niñez. 

Le respondí simplemente que desafortunadamente Honduras es un poco menos segura que España pero luego me preguntó por qué. Le dije que pese a ser un país muy rico y hermoso, a la mayor parte de quienes lo han gobernado no le ha importado generar condiciones para que la gente pueda vivir dignamente.

Con el paso de los años, Sara se ha dado cuenta que la situación es más grave de lo que yo intenté explicarle pues a pesar de nuestros esfuerzos por aislarla del ambiente de violencia ya no es ajena a lo que dicen los noticieros, los periódicos o sus amigxs y compañerxs de escuela cuando entre sus pláticas infantiles se cuela un hecho violento del que escucharon o fueron testigxs presenciales.

La muerte en el país parece que se ha normalizado y casi se ha convertido en un espectáculo, y es común que ante una escena en donde un cuerpo yace en el suelo –sea por muerte violenta o accidental-, se forman inmediatamente círculos humanos en los que a los niños y niñas se les reserva una posición preferencial en los hombros de las personas mayores, como para que no se pierdan los detalles del hecho.

Cada vez que me reúno con Sara en España, el corazón se me parte en dos. Por un lado me lleno de profunda tristeza y rabia al ratificar desde la distancia la riqueza y belleza de nuestro rinconcito caribeño central y continental que es Honduras, y que no se nos permite disfrutar al cien por cien por el funesto binomio de la impunidad y la corrupción que hiere al país en su mero corazón, y que como lo señala Julio Scherer Ibarra, se hermanan y promueven, y “al final ambas son causa y efecto en sí mismas. Se buscan, se necesitan y terminan por ser iguales”.

Y por otro lado, me lleno de alegría y orgullo al ver que mi hija camina sin miedo por las calles gallegas, y se vuelve más independiente y más autónoma gracias a la seguridad que aquí se respira. Evidentemente, hay un abismo enorme entre ser mujer en Honduras y serlo en España, y aunque en ambos países el patriarcado golpea con fuerza, al menos en el segundo, aún con todas sus debilidades, existe una institucionalidad y una sociedad menos tolerante a la violencia machista.

Hace dos noches quiso ir a escuchar música a la Plaza de los Gaiteros de Soutelo de Montes –el otro pueblo gallego en donde pasa el resto de sus vacaciones y que durante estos días celebra su feria-. Salimos a las 10:30pm de casa y caminamos de la mano un poco menos de 1 kilómetro. Pasamos por casa de su prima Martita, de 10 años, y junto a ella, la tía Ana y su novio Javier, fuimos a tomar y comer algo a un bar. Luego, cerca de la 1 de la madrugada nos despedimos y emprendimos el camino de regreso.

Fue hermoso caminar con mi hija a esa hora por las calles solitarias, viendo las estrellas y sin ningún temor. Nuevamente salió a relucir la diferencia de seguridad entre Honduras y España, y cómo la inseguridad puede limitar la autonomía de nuestra niñez.

Parte de nuestra plática se centró en el sueño de una Honduras libre del temor y la miseria donde nuestros niños y niñas puedan hacer de la calle un lugar seguro para el juego y la convivencia, como solía ser en los años de mi niñez.


 Vista panorámica de Panxón

Plaza de Los Gaiteros (Soutelo de Montes)

jueves, 3 de agosto de 2017

No la extraño, sí la extraño



Ha pasado casi un mes desde que mi hija se fue de vacaciones a visitar a su familia materna y a excepción de un breve saludo aprovechando que ella hablaba con su madre, solo sé de Sara gracias a las fotos y mensajes que sus abuelxs, tía y tíxs abuelxs le envían a Yolanda, y que ésta me comparte.

Una pregunta recurrente que muchas personas me hacen cuando les cuento que Sara está lejos, es la que me hizo mi amigo Fernando la semana pasada: "¿Extrañás a Sara?" Por la expresión de su rostro creo que mi respuesta lo dejó confundido porque le contesté que no.

Y no miento, realmente no la extraño en un sentido estricto. Creo que su ausencia hace que yo entre en un proceso que podría parecer egoísta o de un mal padre; aunque los primeros días sigo actuando y haciendo las cosas como si ella estuviera, cuando caigo en la cuenta que soy "libre" para cambiar los ritmos y los tiempos a mis propias necesidades cotidianas, simplemente me siento pleno y feliz de reencontrarme conmigo mismo como hombre y no como padre.

Esta plenitud y felicidad es distinta a la que experimento cuando está Sara, pues implica sentir que por unos meses el mundo deja de girar en torno a ella y que puedo disfrutar completamente de las cosas y personas que más me gustan e interesan. En otras palabras, cuando ella está lejos por unos meses se invierte temporalmente mi lógica de vida que se resume en el eslogan "Primero padre, luego hombre"*. 

Tal libertad y plenitud se manifiesta en las cosas más simples de la cotidianidad. Puedo ir al baño tranquilamente sin que Sara esté tocando la puerta para preguntarme lo que estoy haciendo y decirme que quiere entrar. Puedo realizar mi rutina de ejercicios a cualquier hora, ver una película mientras salto la cuerda y tomar una ducha sin prisas sin que ella me pida bañarse conmigo y por tanto, convertir el baño en un área de juegos.

Me duermo a la hora que quiero y los fines de semana me despierto sin alarma, y con la paz que da saber que si quiero puedo quedarme en casa todo el día sin la presión de buscar alguna actividad para ella. De lunes a viernes no tengo que levantarme antes de las 6 de la mañana para bañarme y vestirme antes de despertarla para ir a la escuela. No tengo que calentar su leche y ponerle chocolate, preparar su merienda y asegurarme que lleve todo lo que necesita en sus clases y en otras actividades escolares.

No tengo que preocuparme por llevarle el almuerzo, ir a buscarla a la escuela ni a ninguna parte, llevarla a clases de fútbol, ir a verla jugar un partido de campeonato, estar pendiente de sus tareas o exámenes, realizar las compras para sus meriendas, asegurarme que se bañe cuando de milagro no se baña conmigo, leer juntxs algunas páginas de un libro antes de acostarme con ella a las 8 de la noche para dormirla mientras le canto las canciones de Cri Cri. Disfruto no tener que esperar a que se duerma para continuar con mis cosas.

Dejo de ser chofer y planificador de actividades infantiles, no estoy pendiente de la cartelera cinematográfica para llevarla al cine, veo las películas que solo a mí me apetecen, como a la hora que quiero, acepto dar talleres y conferencias cuando sea, duermo con la puerta de mi cuarto cerrada y sin preocuparme de si tiene frío o calor por las noches, o de que aparezca de madrugada porque tuvo una pesadilla y quiere dormir conmigo.

En resumen, hago mis propios planes de la forma más egoísta e individualista posible sin sentirme mal. Creo que en el fondo aplico el consejo que le doy a ella en el sentido de no permitir que extrañar implique dejar de disfrutar. Lógicamente disfruto muchísimo cuando la tengo cerca, lo cual me hace sentir pleno y feliz, pero también siento algo parecido estos meses sin ella y en reencuentro conmigo mismo.

Unas semanas antes de su viaje anual, siempre bromeo con ella diciéndole que ya quiero que se vaya porque podré hacer todo lo que me dé la gana sin preocuparme de las cosas que acabo de compartir. Sara me mira con picardía, sonríe y me responde que aproveche porque a su regreso todo volverá a la "normalidad".
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