lunes, 12 de noviembre de 2018

Tan poquita cosa...

Cada día que pasa me sorprendo de la prisa que lleva la vida por arrancarme de las manos esta hermosa etapa de la niñez de mi hija. Han pasado 10 años desde que su cabecita húmeda y arrugada reposó por primera vez en mis manos temblorosas a causa del miedo y la emoción, y la luz de sus ojos grandes y negros me estalló en la vida como un pequeño big bang que cambió radicalmente mi reducido universo.

Desde entonces mi mundo se ha ido expandiendo y llenándose de vida nueva, y es impresionante cómo algo que llegó siendo "tan poquita cosa", me vuelva loco el corazón, me dé la vida al despertar, me colme cada mañana con una sonrisa y llene "mi vida entera igual que las mariposas llenan las primaveras", como dice la letra de una hermosa canción de Pasión Vega*.

Y esa "poquita cosa" se convirtió en el núcleo de mi planeta, a tal punto que cada vez que una palabra o un acto suyo me muestra de golpe que la luz de la preadolescencia genera poco a poco sombras en su niñez, todas mis estructuras se estremecen y mi corazón naufragua en las turbulencias que provocan los sentimientos encontrados.

La semana  pasada me tocó uno de esos días turbulentos. Sara fue a su primera "tardeada bailable" en el cole de su amiga María José, quien la invitó. Si cuando Yolanda me contó sobre los planes de nuestra hija sentí que los años me cayeron de golpe, cuando me vi a las 7 de la noche recogiéndola después de la fiesta y preguntándole cómo le había ido, me di cuenta que mi reloj no podía continuar detenido en la hora de su niñez. 

Me cuenta su madre que mientras se vestían y se arreglaban para ir a la fiesta, en broma y en serio Sara dijo en voz alta: "Primera pachanga que vamos solas". Aunque me causó gracia su ocurrencia, me di cuenta que encierra una verdad incuestionable: mi beba ya dejó de serlo, mi nena comenzó a despedirse de a poco y aunque yo he tenido el privilegio -por suerte y por opción- de disfrutar a tope cada etapa de estos 10 años de su vida, me pregunto, al igual que Iolany, madre de María José, ¿en qué momento crecieron estas niñas?

Mientras Sara y María José disfrutaban de la tardeada bailable, Iolany y yo chateamos sobre este rápido crecimiento de nuestras hijas, y me compartía su temor y tensión de que ellas crezcan en un país como Honduras donde el acoso y la represión contra las mujeres es brutal. También me decía que ellas forman parte de una generación de mujeres que tendrá que tomar el testigo para seguir con la lucha por la defensa de nuestros territorios y de sus cuerpos. 

Esto me hizo pensar que es enorme el desafío de la generación de Sara y María José, sobre todo porque las mujeres de hoy se han atrevido a cuestionar al patriarcado y este está reaccionando con mayor agresividad y violencia al verse retratado como un sistema cuya fortaleza está en la normalización y aceptación apacible de su opresión y exclusión. 

Por ello y a pesar de nuestras incoherencias, los hombres que hemos decidido dar pequeños pasos hacia relaciones igualitarias y renunciar a nuestros privilegios debemos radicalizar nuestras posturas y aportar cada vez más a este cuestionamiento mediante la erosión permanente de la masculinidad tradicional que tanta violencia produce contra las mujeres y contra nosotros mismos. 

Un paso firme en esa dirección es, como aconseja mi querido amigo Pepe Grijalva, luchar activamente contra la violencia y la discriminación hacia las mujeres, comprometernos contra la homofobia, transfobia y lesbofobia, ser educadores e intolerantes frente al machismo, y asumir de forma igualitaria nuestra responsabilidad en el cuidado de las personas y en las tareas domésticas.

Está claro que Sara está entrando en una nueva etapa de su vida y reconozco que no estoy preparado, y que tengo una mezcla de miedo y emoción quizá por dos razones: En primer lugar, porque sé que es más fácil gestionar la paternidad y construir feminismo con una niña menor de 10 años que con una preadolescente; en segundo lugar, porque me desborda la curiosidad de conocer a la pequeña mujer que está por nacer y ser testigo de la forma en que gestionará su autonomía y su libertad con las herramientas que le hemos facilitado a lo largo de este tiempo.

A pesar de mis sentimientos encontrados comprendo que debo aparcar los temores y aceptar que la luz de la niñez de mi hija está dándome sus últimos destellos. Solo así podré disfrutar al máximo el privilegio de presenciar cómo Sara comienza a agitar sus incipientes alas y, mientras terminan de crecer y extenderse, recoger y guardar en la memoria de mi corazón todos los recuerdos que van quedando tendidos debajo de los restos de su niñez. 

Sé que es normal sentir temor al enfrentar esta nueva etapa de mi hija, sin embargo, también sé que en sus primeros diez años he ejercido mi paternidad de tal forma que ha facilitado que Sara y yo construyamos unos vínculos muy sólidos y profundos que espero nos ayuden en sus años venideros. Ahora, mi gran reto es aprender a acompañarla de cerca y de lejos en esta inédita ruta del camino en donde con toda certeza querrá transitar sola la mayor parte del tiempo.

Esta vez fue su "primera pachanga sola", mañana será una infinidad de experiencias. Por ello, estoy convencido que mi objetivo debe ser hacerle sentir permanentemente la seguridad de que yo siempre voy a estar tras sus pasos para tenderle mi mano, mi brazo, mi cuerpo y mi alma entera cada vez que me necesite. Y mientras tanto, tengo la obligación de continuar deconstruyéndome para poder mirarla a los ojos desde la coherencia y, de alguna manera, ser su primera referencia como hombre en el marco de una masculinidad igualitaria.

* Pasión Vega - Tan poquita cosa.

lunes, 22 de octubre de 2018

"Eso es muy triste papi": Entre soledades y miedos



Los últimos diez días han sido intensos para Sara y para mí. Primero, porque ha estado permanentemente conmigo, ya que su madre tuvo una gira de trabajo fuera del país. Como de costumbre, antes de ese tipo de viajes, Yolanda me advierte con muy pocas esperanzas que no sea alcahueto y Sara lanza una mirada y una sonrisa que delatan su seguridad de saber que será la "reina y señora" durante ese período de tiempo. 

A mi favor solo diré que lo que realmente sucede es que mi hija es una muy buena negociadora y actúa con mucha sutileza, ya que, por ejemplo, para lograr ciertas cosas utiliza mecanismos poco convencionales, tal y como sucedió cuando me propuso jugar al "Uno" y apostar una invitación a comer tacos mexicanos. Me ganó 10-0 y reconozco que su propuesta estaba fríamente calculada porque tanto ella como yo sabemos perfectamente que su destreza para ese juego es inmensamente superior a la mía. De cualquier manera, lo importante es que compartimos dos espacios juntxs: el juego en casa y la cena en un restaurante mexicano (¡qué buena excusa! 😊).

Segundo, porque en estos días comenzó el primer campeonato del año en el que participa con la selección de fútbol U-10 de su escuela. Después de tres partidos intensos y tres victorias lograron llegar a la final, que se jugará la próxima semana. Obviamente, está muy contenta porque además de ser la capitana del equipo, ha metido un par de goles pese a que su papel en los encuentros es una combinación de juego ofensivo y defensivo. Me gusta verla tan emocionada y feliz, y compruebo que acompañarla en las cosas que para ella son importantes es una de las experiencias más hermosas que se puede vivir como padre.

Esta semana disputó los tres juegos. Su madre y yo fuimos juntxs a verla jugar los primeros dos. Sara estaba dichosa de verse acompañada por nosotrxs y de sentir y vivir en su día a día el hecho de que continuamos siendo una familia. Reconozco que no deja de llamarme la atención que muchas personas sigan sorprendiéndose que pese a nuestra separación, Yolanda y yo nos "llevemos tan bien", como dice una de las compañeritas de equipo de Sara, ya que en una sociedad como la nuestra "lo normal" sería terminar las relaciones de pareja en algo parecido a las tragedias románticas de las novelas mexicanas o venezolanas.

Me alegra tanto que a pesar de nuestros errores y rollos, Yolanda y yo somos un ejemplo de que "otras formas (amorosas) de separarse y relacionarse posteriormente son posibles", aunque también debo admitir que en gran medida se debe a la enorme paciencia y capacidad de Yolanda de lidiar con tipos complicados como yo, y a que ella se ha vuelto una experta en navegar en los mares turbulentos de mi "santa trinidad": soy el padre de su hija, soy su amigo y soy su compañero de trabajo, a quien para variar, ella coordina.

Pues bien, para el tercer encuentro que el equipo de Sara disputó como parte de las semifinales, solo yo pude ir a verla jugar. Por lo general, en los partidos sucede casi lo mismo que en ciertas actividades escolares en las que tenemos que involucrarnos los padres y las madres (como decorar el aula para un evento, por ejemplo): la mayoría de quienes se hacen presentes son madres y muy pocos somos padres. Obviamente, no todas las personas tienen la fortuna de tener tanta flexibilidad laboral como yo, pero no deja de ser una realidad el hecho que, pese a los avances, los hombres seguimos involucrándonos mucho menos que las mujeres en lo que tiene que ver con la escuela de nuestros hijos e hijas, o sus visitas al médico o médica.

Al terminar el juego aprovechamos los 40 minutos de regreso a casa para platicar de todo un poco. Hablamos del partido de semifinales, de la final y del equipo al que enfrentarán; de las caravanas de migrantes que huyen de Honduras por la violencia y la pobreza; de las ventajas y desventajas de ser hija única; de las razones por las que yo no tomo alcohol y de cómo ella tendrá que cuidarse en colectivo con sus amigas cuando salgan a tomar algo porque el machismo nos ha enseñado a los hombres a "aprovecharnos" de cualquier circunstancia para abusar de las mujeres; del aborto, un tema sobre el cual aún seguimos platicando y que será objeto de una próxima entrada en este blog; y sobre lo que hago cuando ella se queda a dormir en casa de su mamá un viernes o un sábado por la tarde-noche.

Este último tema salió a relucir cuando estábamos llegando a casa de Yolanda y en un tono de broma me pregunté a mí mismo y en voz alta qué es lo que iba a hacer esa noche, ya que soy un hombre soltero, conozco a mucha gente y al menos por ese día estaría libre de mi hija. Sara me conoce tan bien que coincidimos de forma absoluta en la respuesta que saltó inmediatamente de nuestras miradas y nuestras bocas: saltaría la cuerda viendo una película o algún curso de inglés u otros videos en Youtube, o escuchando mi música favorita; me ducharía; me pondría la pijama; cenaría solo leyendo eldiario.es, publico.es o Infolibre; y me encerraría en ese mundo de leer y escribir que tanto me gusta.

Sin embargo, lo que para mí ha representado una rutina normal y hasta apasionante, ese día se convirtió en un poderoso llamado de atención sobre mi vida solitaria cuando Sara, antes de bajarse del carro, terminó la conversación diciéndome: "Eso es muy triste papi". Admito que me dejó sin palabras, perplejo y me regresé a casa muy pensativo, con una imagen de mi vida revoloteando en mi cabeza que me provocó una profunda tristeza, incluso hasta creo que sentí lástima por mí mismo. Pese a que en los últimos años me he sentido orgulloso de mi modesto aporte académico al mundo de los derechos humanos, las palabras de Sara hicieron que me cuestionara hasta dónde eso es suficiente para sentirme en cierta medida pleno como hombre.

Es cierto que otras personas cercanas me han dicho lo mismo, Yolanda es alguien que me insiste permanentemente que disfrute a mi gente y que haga vida social, pero que me lo dijera de esa manera mi hija me dejó en shock y no he dejado de pensar en ello ni un momento. Y volví a repasar los últimos 10 años de mi vida en los que debido a diversas razones he construido una especie de bunker al que no he dejado entrar por completo a nadie. Reconozco que el miedo ha sido un elemento clave para ello, pues la mayoría de las veces he pensado que mi cercanía no le conviene a las personas, sobre todo a las que me aprecian y quieren.

Obviamente, he asumido equivocadamente el hecho de sentir miedo porque no me ha permitido entregarme sin reservas a las amistades, a los amores, a determinados proyectos colectivos y personales, y mi lógica ha sido guardar siempre cierta distancia para evitar que terminen sufriendo quienes estén cerca de mí. En gran medida, siempre he puesto como excusas perfectas la entrega casi exclusiva a mis intentos de paternidad igualitaria, a mi trabajo, a los libros y a escribir; los riesgos que implica estar cerca de alguien que cree en lo que yo creo; la inestabilidad económica que me rodea debido a mi opción política; y la inseguridad de no saber dónde estaré mañana y cuánto tiempo seguiré aquí.

Pero en el fondo siento que debo hacer un ejercicio de honestidad y admitir que bajo esas excusas de cuestionados fundamentos he estado sin estar completamente, me he encerrado en mi mundo, no he dejado que me ayuden para no contaminar con mis problemas a quienes me han querido y me quieren, he aparentado cierta normalidad para no llamar la atención ni preocupar a nadie e incluso he fomentado la imagen de estar siempre muy ocupado para evitar vincularme más allá de lo necesario. Como me lo recordó hoy Sara: "Hasta yo salgo más que vos papá". Pero todo eso lo he hecho creyendo de forma errada que "protejo" a quienes amo y estimo.

Las consecuencias son claras: he descuidado a mis amistades y a mi familia fuera de mi núcleo que representa mi hija, he perdido la oportunidad de disfrutar los espacios con mis compañeros y compañeras de proyectos comunes, y he dejado que viejos, nuevos, ciertos y posibles amores se me escapen "como agua entre los dedos", como canta Eva Cortés. En pocas palabras, no he sido suficientemente un buen amigo, pareja, familiar y compañero. Por ello, después de pensarlo mucho, ahora estoy convencido que para superar la situación que resume la frase de Sara "eso es muy triste papi", debo cerrar ciclos de una vez por todas y ser valiente para dejar atrás el pasado y abrir las ventanas del corazón que están siendo golpeadas por vientos llenos de la frescura que traen las nuevas pasiones.

Pero también sé que necesito hacer un alto y no sé cómo hacerlo, quizá tengo miedo porque detenerme implica hacer renuncias y forzar a otras personas a frenarse y no es justo, pero es más injusto vivir permanentemente con la necesidad de interrumpir el paso y, como consecuencia, no tener la capacidad de darme sin ataduras e intentar ser feliz, lo cual debería ser lo más importarte en esta vida que es experta en esfumar de golpe los años y los sueños más hermosos y aparentemente sólidos.

Hablando de la felicidad, hace un par de días conversé con Katrina, una persona a quien aprecio mucho y que es madre de Omar, un niño que juega en la categoría masculina U-10 de la escuela de Sara, y me contó que cuando su hijo regresa de clases ella siempre le hace la pregunta más importante de todas: "¿Fuiste feliz?" . Eso me hizo reflexionar sobre las veces que le pregunté a Sara cómo le fue en sus tareas, en sus exámenes, en sus presentaciones, en sus partidos, etc. y olvidé preguntarle lo más esencial, si fue feliz.

Pero a su vez me hizo reflexionar si en este momento del camino yo soy feliz en mi bunker, si soy feliz entre papeles y ordenadores, si soy feliz en medio de libros y soledades, si soy feliz siendo distante y frío, si soy feliz entre las prisas y las ocupaciones, si soy feliz aferrado a la excusa de mi dedicación casi absoluta a Sara para no moverme emocionalmente hacia el futuro y si soy feliz entre tantas justificaciones y límites autoimpuestos que no me permiten aplicar el consejo que día a día le doy a mi hija: ser feliz intensamente "aunque no tenga permiso", como dice Benedetti.

lunes, 15 de octubre de 2018

La primera vez que mi hija me vio llorar



Hace unos días me enfadé con Sara por un asunto relacionado con una tarea de su escuela; aunque es una niña muy aplicada y de excelencia académica, no está demás señalarle ciertos descuidos para que continúe siendo responsable como hasta ahora.

Esto no significa que la presionamos para que obtenga buenas calificaciones o se tome la escuela más en serio que la vida misma, al contrario, siempre le decimos que la inteligencia no se mide con una nota y que lo importante es aprender comprendiendo y no memorizando, y que la mejor escuela está fuera de las paredes de su aula de clase.

En ese contexto, a mi hija jamás la he castigado físicamente, ni siquiera le he gritado alguna vez, pues su madre y yo creemos que si lo hacemos le estaríamos enseñando que los problemas y los conflictos se resuelven con gritos y violencia. Incluso, cuando ella sube el tono de su voz al discutir, le advierto que si sigue hablando de esa manera entonces yo también lo haré, así que lo comprende e inmediamente se disculpa.

Por eso, cuando me enfado solo le hablo con firmeza, le expreso las razones de mi molestia y mi decepción, y me muestro frío y distante con ella. Para Sara es algo terrible, es el peor castigo que pueda darle, no soporta ni un minuto verme así y siempre me da una lección de humildad al acercarse, aceptar que cometió un error, pedirme perdón y prometer no volver a hacerlo.

Obviamente, a mí me derrite enseguida, así que le digo que está bien, le vuelvo a señalar con un tono conciliador de voz que lo que hizo no es correcto y le dejo bien claro que aunque yo me enfade, eso no significa que dejo de amarla ni un poquito porque ella es mi hija y yo la voy a querer toda la vida. Además, de esta manera también le muestro que siempre hay que darle a la gente la oportunidad de reconocer sus errores y disculparse.

También debo admitir que discutir con ella a veces es una odisea, ya que tiene una capacidad asombrosa para encontrar justificaciones y argumentos a su favor que en más de alguna ocasión me deja sin palabras. Su madre dice que es una leguleya e incluso a menudo tiene que jugar el papel de mediadora porque al final de cuentas mi hija y yo somos iguales en eso. ¡De tal palo tal astilla! De cualquier manera, siempre le digo a Sara que aunque discutamos y nos enfademos, jamás debemos irnos a dormir sin reconciliarnos. Esto se ha convertido en una regla de oro en nuestra relación.

El asunto es que ese día que discutimos yo reconozco que sobredimensioné las cosas porque no estaba bien emocionalmente. Por eso, recapacité de inmediato, fui a su cuarto en donde estaba haciendo sus tareas, le pedí perdón y la abracé. Ella también me abrazó y me pidió perdón, y comenzó a llorar. Hubo momentos en que nos interrumpíamos disculpándonos y diciéndonos mutuamente que nos amamos.

Pero mientras la abrazaba y me disculpaba yo tampoco pude contener mis lágrimas y lloré como nunca. Sara se sorprendió porque fue la primera vez que me vio llorar. Ella siempre me señaló que había visto llorar a su mamá, pero no a mí. Obviamente, he llorado mucho, sin embargo, como muchas otras cosas que son muy mías las manejo en soledad creyendo que es lo mejor.

Las veces que he llorado solo, me he cuidado de evitar que Sara me vea porque pensaba que de esa forma la protegía de mis penas y de mis problemas, no obstante, ahora comprendo que es un error pretender meterla en una burbuja y no mostrarme en mi vulnerabilidad. Que me vea llorar y que pueda conocer e identificar mis tristezas es parte de su aprendizaje como persona.

Creo que en los últimos meses la vida me ha empujado dolorosamente a aprender la lección de que a veces hacer el intento de proteger en estas circunstancias puede ser contraproducente y dañar y alejar a las personas que se aman. Afortunadamente, ese día lloré mucho abrazado a Sara mientras le pedía perdón, le decía que la amo y le contaba en términos generales el porqué de mi desconsuelo.

Recuerdo haberle dicho que había sobredimensionado las razones de mi enfado porque estaba triste. Me preguntó por qué y le confié algunos de los motivos de mi pena; me abrazó, me dijo que me amaba y que todo iba a estar bien. Me sentí seguro siendo consolado por una niña de 10 años que me aconsejaba y me mostraba su ternura, empatía y solidaridad, y descubrí que las razones de mi llanto traspasaban las fronteras de mi tristeza individualista.

Ese día abrazado a Sara volví a llorar todo lo que había llorado en soledad durante estos largos meses de crisis y aflicción; lloré por lo que no había llorado a pesar del dolor acumulado; lloré por mis errores, mis pérdidas, mis sueños rotos y mis búsquedas fallidas; lloré por las despedidas obligadas, por los amores idos y lejanos, por las amistades olvidadas y por no haber dicho a tiempo que amaba, quería y admiraba. 

Lloré porque decidimos traerla a vivir a un país convulsionado, en harapos, deteriodado con crudeza desde el golpe de Estado, violentado por corruptxs y violadorxs a derechos humanos, militarizado, que condena a su niñez a la muerte lenta por hambre o a las ejecuciones arbitrarias, y expulsa a su gente en caravanas de esperanza y miedo.

Lloré porque Sara es mujer y solo por serlo está condenada a ser tratada como ciudadana de segunda categoría, a ser vista como un objeto sexual, a tener que demostrar día a día que es tan capaz e inteligente como cualquier figura masculina, y a pelear para que no le paguen un salario menor que un hombre por el mismo trabajo.

Lloré porque hereda un mundo en llamas y las cenizas de unas revoluciones cuya esperanza y belleza se quedaron ancladas en el pasado y ahora son una terrible pesadilla; lloré porque tiene que observar el ascenso del discurso machista, xenófobo, clasista, racista y homofóbico en las voces cada vez más presentes de Trump, Le Pen, Saviani, Bolsonaro, Casado, Abascal, etc.

Lloré porque Vox llenó Vistalegre en España y porque Honduras se hunde cada vez más en el autoritarismo; lloré por la rabia acumulada, por las heridas que ahora reconozco que aún tengo abiertas y porque me cuestiono día a día haberla traído a este "no país"; lloré porque jamás le había visto tanta tristeza y desesperación al terminar el verano y despedirnos de la familia española.

Lloré porque tengo un trabajo que nos pone en riesgo; lloré porque mi país de acogida (España) tiene que protegerme de mi país de origen (Honduras) y mi "México lindo y querido" me reconoce lo que estas tierras catrachas me niegan, ignoran y desconocen. Lloré por Pepe, Vicky y mi niña Natalia porque no puedo hacer nada más que hacerles saber que estoy sin estar.

Sin duda alguna, ese día abrazado a mi hija lloré como un hombre nuevo porque le mostré mi vulnerabilidad y me di cuenta que esconder mis lágrimas no la protegía de nada, sino que le ofrecía una falsa imagen de una distorsionada visión de fortaleza emocional en el contexto de una masculinidad tradicional de la que me quiero despojar y no deseo reproducir.

Después de llorar en sus brazos me sentí libre y pude parir los motivos que necesitaba para decidir ser valiente y agradecer en vez de sentir rabia, pues como me dijo alguien hace muy poco, solo agradeciendo es posible reconciliarme y romper amorosamente con el pasado, con las personas y con los espacios, o restaurar los lazos que me unen a ellos.

Al siguiente día temprano en la mañana, Sara me interrogó acerca de si había seguido llorando por la noche en la soledad de mi habitación y le respondí que sí. Me preguntó por cuánto tiempo y le dije que más o menos una hora. Me miró con ternura y picardía, y con una sonrisa de burla me dijo: "Papi, ni siquiera Thiago (su primo de 2 años) llora tanto tiempo como vos".

miércoles, 3 de octubre de 2018

Conversaciones con mi hija sobre el amor y las relaciones de pareja



Cada vez que salimos a comer por nuestra cuenta o por invitación de alguien, Sara siempre me molesta diciéndole a medio mundo que yo estoy a dieta debido a que mi alimentación es baja en azúcares y carbohidratos. Para "defenderme", le respondo que lo hago por ella, al igual que saltar la cuerda cinco veces a la semana, pues tengo que estar en forma para que ella pueda decir que tiene un "papá sexi".

Su reacción siempre es decir "¡papá!" en tono medio molesta, aunque realmente se ríe de mi ocurrencia. También a veces me acompaña al banco o salimos a tomar un helado o a hacer cualquier otra cosa, y le pido por favor que cuando estemos en un lugar donde hayan chicas interesantes que no le diga a nadie que soy su papá, sino su primo, así que ella comienza a gritar "¡papi!, ¡papi!" para asegurarse de que el universo entero sepa que es mi hija y no mi prima.

Estos juegos recurrentes entre nosotrxs tienen de fondo un escenario de varias pláticas que han surgido entre Sara y yo debido a su reciente interés en conocer más sobre mi vida amorosa, algo que lógicamente se ha ido acentuando con la edad y que me ha hecho reflexionar y evaluar críticamente la forma en que gestiono mis sentimientos y me relaciono con las mujeres con quien comparto un momento en este camino que es la vida, independientemente que sea breve o largo.

Uno de los temas complejos de los que hemos hablado es sobre el poliamor. El tema surgió porque un día me preguntó por qué estaba solo, si no me gustaba alguna chica. Le respondí que sí, que había un par de mujeres que me parecían muy actractivas en todos los sentidos y con quienes coincidía en muchas cosas. Inmediatamente me cuestionó si podían gustarme dos o más chicas a la vez, lo cual me obligó a ordenar mis ideas para intentar explicarle lo que yo pienso al respecto.

Le dije que yo creo que es posible amar a dos personas al mismo tiempo porque el amor no es un bien escaso, al contrario, es un bien abundante e infinito. Pero más allá de ello, lo que más me importó transmitirle es que existen diferentes caminos o herramientas para buscar ser feliz en el amor, algunas de las cuales son la monogamia y el poliamor. La primera te dice que el amor es un asunto exclusivo entre dos personas y la segunda que puede incluir a más de dos.

Le expliqué que el problema es que muchas veces confundimos el fin (ser feliz en el amor) con los medios (monogamia, poliamor, anarquía emocional, etc.) y que al final lo importante no es tanto los medios, sino que las personas tengan la libertad de decidir qué tipo de relación quieren construir; sin embargo, el patriarcado ha logrado despojarnos de esa libertad primaria al darse por sentado que cuando dos personas se atraen, se gustan o se quieren, automáticamente o by default su relación debe ser monógama sin plantearse siquiera la posibilidad de sentarse a negociar y consensuar el tipo de relación que desean.

Por tanto, el asunto trascendental aquí es la libertad: algunas parejas podrían decidirse por la monogamia, otras por el poliamor, pero lo fundamental es que tengan la autonomía de convenirlo mediante el diálogo transparente y honesto, y el consenso, valorando sus propias circunstancias, midiendo los niveles de madurez y confianza para la gestión de los celos y para compartir lo bueno o lo malo que van sintiendo, y llegando a acuerdos que les permitan escoger el "medio" más adecuado para caminar juntxs hacia el objetivo final que es ser feliz en el amor.

Muchas veces se cree que el poliamor es un estadio superior a la monogamia y que quien ha tenido experiencias poliamorosas nunca vuelve a tener relaciones monógamas porque sería un retroceso. Desde mi experiencia muy personal puedo decir que cuando tenemos claro que lo que interesa es el fin y no los medios, uno puede transitar entre relaciones abiertas a relaciones cerradas y viceversa, pues lo más importante son dos cosas: sentirse bien y ser feliz, y tener la libertad de decidir en igualdad de condiciones el tipo de relación que se desea en cada etapa de la vida. Es posible que en una etapa se prefiera el poliamor y en otra la monogamia.

Le expliqué a Sara que, por ejemplo, en mi última relación más duradera todo comenzó de forma abierta y después de dialogarlo decidimos cerrarla por plazos, es decir, acordamos ser monógamos por un mes la primera vez. Después de vencido ese plazo inicial, nos volvimos a sentar para consensuar y decidimos ampliarlo a dos meses, luego a tres y así sucesivamente hasta adoptar el acuerdo final de cerrar nuestra relación de forma contínua. Puedo decir que fue simplemente hermoso y que volvería a repetir esa experiencia sin ninguna duda.

Cualquiera podría decir que es una locura hablar de "plazos de exclusividad", sin embargo, cada fecha de vencimiento era una hermosa oportunidad para sentarnos a dialogar sobre el tipo de relación que queríamos construir. En otras palabras, no dimos por sentado nada, ejercimos nuestra libertad, no se nos impuso un único "medio" para buscar la felicidad en pareja, pudimos hablar y construir una relación a nuestra medida y la dejamos evolucionar. 

Otro tema que hablamos surgió de su pregunta sobre si yo beso a chicas que me gustan, pero que no son mis novias. Le dije que sí, incluso que puede haber sexo de por medio. Obviamente, la expresión de su cara fue la normal desaprobación de una niña de su edad ante estas cosas, casi haciendo un gesto de asco. Pero fue una oportunidad para hablarle sobre el sexo ético y explicarle que para involucrarse sexualmente con alguien, independientemente de la existencia o no del sentimiento del amor, es necesario que haya una conexión que no es únicamente física. 

Le dije que tener sexo por placer no es algo sucio ni malo, siempre y cuando quienes deciden hacerlo se cuiden mutuamente, sean responsables y lo más transparentes posible sobre las reglas del juego, es decir, sobre lo que se puede dar, no dar, esperar o no esperar en esa relación. Le hice ver que al final de cuentas todas las relaciones son importantes, duren un día o duren años, y por eso es fundamental autocuidarse y cuidar a la otra persona, e intentar que mínimamente se generen las condiciones para sentar las bases de una posible amistad. 

Explicarle estas cosas a mi hija me permitió dialogar conmigo mismo y darme cuenta de tres cuestiones que debo reconocer: primero, en una etapa de mi vida no vi las cosas así y cometí muchos errores de los cuales me arrepiento, pero quizá ello me ayudó a profundizar mi proceso de deconstrucción e intentar relacionarme mejor desde la ética; segundo, soy un hombre afortunado porque he tenido el privilegio de coincidir con mujeres que son maravillosas, grandes seres humanas y de quienes he aprendido tanto sin que muchas veces ellas lo supieran; y tercero, no he sido capaz de vivir esas relaciones más profundamente y con la intensidad suficiente por miedo a ir más allá de la amistad o del sexo ético.

Para bien o para mal, me he preocupado más por intentar ser honesto y dejar claro desde un principio que no tengo nada que ofrecer más que amistad y que mi prioridad es Sara, que por disfrutar las veces en que el corazón ha querido liberarse de las reglas rígidas que me he autoimpuesto. Quizá debajo de estas justificaciones solo se esconde una realidad: que en cierta medida me he comportado como lo que Coral Herrera llama un "mutilado emocional".

En otras palabras, he puesto mi corazón en una caja fuerte para evitar enamorarme y que se enamoren de mí, y aunque creo y espero haber sido medianamente un buen compañero dentro de los parámetros de la amistad y el sexo ético, no he sido lo suficientemente valiente para dejar que el amor fluya, e incluso en ocasiones me he alejado o he intentado aplastar cualquier atisbo de enamoramiento. Como me dijo Sara al leer esta entrada antes de darme su aprobación para publicarla: "Eso está muy mal papá".

Desafortunadamente, todavía no he aprendido la lección y es un asunto en el que estoy en deuda con mi propio proceso de deconstrucción. Yolanda ayer me dijo algo al respecto que me impactó y sobre lo cual tiene toda la razón: "[...] así como tenés una facilísima habilidad para desnudarte en las redes sociales, es inversamente proporcional a tu capacidad de hacerlo en persona".

Por eso mis pláticas con Sara sobre estos temas siempre terminan con el consejo de que viva intensamente, que exprese sus sentimientos, que disfrute lo que va encontrando en su camino, que no se detenga a pensar si durará mucho o poco, que se deleite en los momentos, que disfrute de las personas y las experiencias, y que viva en libertad siempre y cuando cumpla con dos máximas fundamentales: que siempre se dignifique y se respete a sí misma, y que respete la dignidad de todas las personas con quienes se relaciona hoy y se relacionará mañana. 

Es un consejo que me he comprometido a aplicar en mi propia vida de ahora en adelante, pero creo que no podré cumplirlo si no tomo seriamente ese tiempo de absoluta soledad que hace mucho me viene exigiendo el alma.