lunes, 15 de octubre de 2018

La primera vez que mi hija me vio llorar



Hace unos días me enfadé con Sara por un asunto relacionado con una tarea de su escuela; aunque es una niña muy aplicada y de excelencia académica, no está demás señalarle ciertos descuidos para que continúe siendo responsable como hasta ahora.

Esto no significa que la presionamos para que obtenga buenas calificaciones o se tome la escuela más en serio que la vida misma, al contrario, siempre le decimos que la inteligencia no se mide con una nota y que lo importante es aprender comprendiendo y no memorizando, y que la mejor escuela está fuera de las paredes de su aula de clase.

En ese contexto, a mi hija jamás la he castigado físicamente, ni siquiera le he gritado alguna vez, pues su madre y yo creemos que si lo hacemos le estaríamos enseñando que los problemas y los conflictos se resuelven con gritos y violencia. Incluso, cuando ella sube el tono de su voz al discutir, le advierto que si sigue hablando de esa manera entonces yo también lo haré, así que lo comprende e inmediamente se disculpa.

Por eso, cuando me enfado solo le hablo con firmeza, le expreso las razones de mi molestia y mi decepción, y me muestro frío y distante con ella. Para Sara es algo terrible, es el peor castigo que pueda darle, no soporta ni un minuto verme así y siempre me da una lección de humildad al acercarse, aceptar que cometió un error, pedirme perdón y prometer no volver a hacerlo.

Obviamente, a mí me derrite enseguida, así que le digo que está bien, le vuelvo a señalar con un tono conciliador de voz que lo que hizo no es correcto y le dejo bien claro que aunque yo me enfade, eso no significa que dejo de amarla ni un poquito porque ella es mi hija y yo la voy a querer toda la vida. Además, de esta manera también le muestro que siempre hay que darle a la gente la oportunidad de reconocer sus errores y disculparse.

También debo admitir que discutir con ella a veces es una odisea, ya que tiene una capacidad asombrosa para encontrar justificaciones y argumentos a su favor que en más de alguna ocasión me deja sin palabras. Su madre dice que es una leguleya e incluso a menudo tiene que jugar el papel de mediadora porque al final de cuentas mi hija y yo somos iguales en eso. ¡De tal palo tal astilla! De cualquier manera, siempre le digo a Sara que aunque discutamos y nos enfademos, jamás debemos irnos a dormir sin reconciliarnos. Esto se ha convertido en una regla de oro en nuestra relación.

El asunto es que ese día que discutimos yo reconozco que sobredimensioné las cosas porque no estaba bien emocionalmente. Por eso, recapacité de inmediato, fui a su cuarto en donde estaba haciendo sus tareas, le pedí perdón y la abracé. Ella también me abrazó y me pidió perdón, y comenzó a llorar. Hubo momentos en que nos interrumpíamos disculpándonos y diciéndonos mutuamente que nos amamos.

Pero mientras la abrazaba y me disculpaba yo tampoco pude contener mis lágrimas y lloré como nunca. Sara se sorprendió porque fue la primera vez que me vio llorar. Ella siempre me señaló que había visto llorar a su mamá, pero no a mí. Obviamente, he llorado mucho, sin embargo, como muchas otras cosas que son muy mías las manejo en soledad creyendo que es lo mejor.

Las veces que he llorado solo, me he cuidado de evitar que Sara me vea porque pensaba que de esa forma la protegía de mis penas y de mis problemas, no obstante, ahora comprendo que es un error pretender meterla en una burbuja y no mostrarme en mi vulnerabilidad. Que me vea llorar y que pueda conocer e identificar mis tristezas es parte de su aprendizaje como persona.

Creo que en los últimos meses la vida me ha empujado dolorosamente a aprender la lección de que a veces hacer el intento de proteger en estas circunstancias puede ser contraproducente y dañar y alejar a las personas que se aman. Afortunadamente, ese día lloré mucho abrazado a Sara mientras le pedía perdón, le decía que la amo y le contaba en términos generales el porqué de mi desconsuelo.

Recuerdo haberle dicho que había sobredimensionado las razones de mi enfado porque estaba triste. Me preguntó por qué y le confié algunos de los motivos de mi pena; me abrazó, me dijo que me amaba y que todo iba a estar bien. Me sentí seguro siendo consolado por una niña de 10 años que me aconsejaba y me mostraba su ternura, empatía y solidaridad, y descubrí que las razones de mi llanto traspasaban las fronteras de mi tristeza individualista.

Ese día abrazado a Sara volví a llorar todo lo que había llorado en soledad durante estos largos meses de crisis y aflicción; lloré por lo que no había llorado a pesar del dolor acumulado; lloré por mis errores, mis pérdidas, mis sueños rotos y mis búsquedas fallidas; lloré por las despedidas obligadas, por los amores idos y lejanos, por las amistades olvidadas y por no haber dicho a tiempo que amaba, quería y admiraba. 

Lloré porque decidimos traerla a vivir a un país convulsionado, en harapos, deteriodado con crudeza desde el golpe de Estado, violentado por corruptxs y violadorxs a derechos humanos, militarizado, que condena a su niñez a la muerte lenta por hambre o a las ejecuciones arbitrarias, y expulsa a su gente en caravanas de esperanza y miedo.

Lloré porque Sara es mujer y solo por serlo está condenada a ser tratada como ciudadana de segunda categoría, a ser vista como un objeto sexual, a tener que demostrar día a día que es tan capaz e inteligente como cualquier figura masculina, y a pelear para que no le paguen un salario menor que un hombre por el mismo trabajo.

Lloré porque hereda un mundo en llamas y las cenizas de unas revoluciones cuya esperanza y belleza se quedaron ancladas en el pasado y ahora son una terrible pesadilla; lloré porque tiene que observar el ascenso del discurso machista, xenófobo, clasista, racista y homofóbico en las voces cada vez más presentes de Trump, Le Pen, Saviani, Bolsonaro, Casado, Abascal, etc.

Lloré porque Vox llenó Vistalegre en España y porque Honduras se hunde cada vez más en el autoritarismo; lloré por la rabia acumulada, por las heridas que ahora reconozco que aún tengo abiertas y porque me cuestiono día a día haberla traído a este "no país"; lloré porque jamás le había visto tanta tristeza y desesperación al terminar el verano y despedirnos de la familia española.

Lloré porque tengo un trabajo que nos pone en riesgo; lloré porque mi país de acogida (España) tiene que protegerme de mi país de origen (Honduras) y mi "México lindo y querido" me reconoce lo que estas tierras catrachas me niegan, ignoran y desconocen. Lloré por Pepe, Vicky y mi niña Natalia porque no puedo hacer nada más que hacerles saber que estoy sin estar.

Sin duda alguna, ese día abrazado a mi hija lloré como un hombre nuevo porque le mostré mi vulnerabilidad y me di cuenta que esconder mis lágrimas no la protegía de nada, sino que le ofrecía una falsa imagen de una distorsionada visión de fortaleza emocional en el contexto de una masculinidad tradicional de la que me quiero despojar y no deseo reproducir.

Después de llorar en sus brazos me sentí libre y pude parir los motivos que necesitaba para decidir ser valiente y agradecer en vez de sentir rabia, pues como me dijo alguien hace muy poco, solo agradeciendo es posible reconciliarme y romper amorosamente con el pasado, con las personas y con los espacios, o restaurar los lazos que me unen a ellos.

Al siguiente día temprano en la mañana, Sara me interrogó acerca de si había seguido llorando por la noche en la soledad de mi habitación y le respondí que sí. Me preguntó por cuánto tiempo y le dije que más o menos una hora. Me miró con ternura y picardía, y con una sonrisa de burla me dijo: "Papi, ni siquiera Thiago (su primo de 2 años) llora tanto tiempo como vos".

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