Cuando Sara tenía 5 años me hizo una pregunta que siempre temí: ¿Por qué puedo caminar de noche en Panxón –un hermoso pueblo costero gallego donde pasa parte de sus vacaciones con la familia materna- y no en Honduras?
A pesar de la inminente llegada de esa pregunta, nunca pude prepararme para encontrar una respuesta cierta pero que no la llenara de temor a un país en donde ha pasado la mayor parte de su niñez.
Le respondí simplemente que desafortunadamente Honduras es un poco menos segura que España pero luego me preguntó por qué. Le dije que pese a ser un país muy rico y hermoso, a la mayor parte de quienes lo han gobernado no le ha importado generar condiciones para que la gente pueda vivir dignamente.
Con el paso de los años, Sara se ha dado cuenta que la situación es más grave de lo que yo intenté explicarle pues a pesar de nuestros esfuerzos por aislarla del ambiente de violencia ya no es ajena a lo que dicen los noticieros, los periódicos o sus amigxs y compañerxs de escuela cuando entre sus pláticas infantiles se cuela un hecho violento del que escucharon o fueron testigxs presenciales.
La muerte en el país parece que se ha normalizado y casi se ha convertido en un espectáculo, y es común que ante una escena en donde un cuerpo yace en el suelo –sea por muerte violenta o accidental-, se forman inmediatamente círculos humanos en los que a los niños y niñas se les reserva una posición preferencial en los hombros de las personas mayores, como para que no se pierdan los detalles del hecho.
Cada vez que me reúno con Sara en España, el corazón se me parte en dos. Por un lado me lleno de profunda tristeza y rabia al ratificar desde la distancia la riqueza y belleza de nuestro rinconcito caribeño central y continental que es Honduras, y que no se nos permite disfrutar al cien por cien por el funesto binomio de la impunidad y la corrupción que hiere al país en su mero corazón, y que como lo señala Julio Scherer Ibarra, se hermanan y promueven, y “al final ambas son causa y efecto en sí mismas. Se buscan, se necesitan y terminan por ser iguales”.
Y por otro lado, me lleno de alegría y orgullo al ver que mi hija camina sin miedo por las calles gallegas, y se vuelve más independiente y más autónoma gracias a la seguridad que aquí se respira. Evidentemente, hay un abismo enorme entre ser mujer en Honduras y serlo en España, y aunque en ambos países el patriarcado golpea con fuerza, al menos en el segundo, aún con todas sus debilidades, existe una institucionalidad y una sociedad menos tolerante a la violencia machista.
Hace dos noches quiso ir a escuchar música a la Plaza de los Gaiteros de Soutelo de Montes –el otro pueblo gallego en donde pasa el resto de sus vacaciones y que durante estos días celebra su feria-. Salimos a las 10:30pm de casa y caminamos de la mano un poco menos de 1 kilómetro. Pasamos por casa de su prima Martita, de 10 años, y junto a ella, la tía Ana y su novio Javier, fuimos a tomar y comer algo a un bar. Luego, cerca de la 1 de la madrugada nos despedimos y emprendimos el camino de regreso.
Con el paso de los años, Sara se ha dado cuenta que la situación es más grave de lo que yo intenté explicarle pues a pesar de nuestros esfuerzos por aislarla del ambiente de violencia ya no es ajena a lo que dicen los noticieros, los periódicos o sus amigxs y compañerxs de escuela cuando entre sus pláticas infantiles se cuela un hecho violento del que escucharon o fueron testigxs presenciales.
La muerte en el país parece que se ha normalizado y casi se ha convertido en un espectáculo, y es común que ante una escena en donde un cuerpo yace en el suelo –sea por muerte violenta o accidental-, se forman inmediatamente círculos humanos en los que a los niños y niñas se les reserva una posición preferencial en los hombros de las personas mayores, como para que no se pierdan los detalles del hecho.
Cada vez que me reúno con Sara en España, el corazón se me parte en dos. Por un lado me lleno de profunda tristeza y rabia al ratificar desde la distancia la riqueza y belleza de nuestro rinconcito caribeño central y continental que es Honduras, y que no se nos permite disfrutar al cien por cien por el funesto binomio de la impunidad y la corrupción que hiere al país en su mero corazón, y que como lo señala Julio Scherer Ibarra, se hermanan y promueven, y “al final ambas son causa y efecto en sí mismas. Se buscan, se necesitan y terminan por ser iguales”.
Y por otro lado, me lleno de alegría y orgullo al ver que mi hija camina sin miedo por las calles gallegas, y se vuelve más independiente y más autónoma gracias a la seguridad que aquí se respira. Evidentemente, hay un abismo enorme entre ser mujer en Honduras y serlo en España, y aunque en ambos países el patriarcado golpea con fuerza, al menos en el segundo, aún con todas sus debilidades, existe una institucionalidad y una sociedad menos tolerante a la violencia machista.
Hace dos noches quiso ir a escuchar música a la Plaza de los Gaiteros de Soutelo de Montes –el otro pueblo gallego en donde pasa el resto de sus vacaciones y que durante estos días celebra su feria-. Salimos a las 10:30pm de casa y caminamos de la mano un poco menos de 1 kilómetro. Pasamos por casa de su prima Martita, de 10 años, y junto a ella, la tía Ana y su novio Javier, fuimos a tomar y comer algo a un bar. Luego, cerca de la 1 de la madrugada nos despedimos y emprendimos el camino de regreso.
Fue hermoso caminar con mi hija a esa hora por las calles solitarias, viendo las estrellas y sin ningún temor. Nuevamente salió a relucir la diferencia de seguridad entre Honduras y España, y cómo la inseguridad puede limitar la autonomía de nuestra niñez.
Parte de nuestra plática se centró en el sueño de una Honduras libre del temor y la miseria donde nuestros niños y niñas puedan hacer de la calle un lugar seguro para el juego y la convivencia, como solía ser en los años de mi niñez.
Vista panorámica de Panxón
Plaza de Los Gaiteros (Soutelo de Montes)