Eran las ocho menos cinco cuando salimos de casa. Afuera todavía estaba oscuro, parecía de noche, y el frío nos abrazaba como si pretendiera no incomodarnos. Sara me tomó del brazo y no paró de hablar mientras caminábamos hacia la parada de autobuses. Y yo no paré de pensar en lo injusto que es este mundo porque ella y yo podemos caminar por las calles de Vigo sin ningún temor, mientras en las calles del triángulo norte de Centroamérica hacer lo mismo implica un enorme acto de valentía y de necesidad.
Llegamos y la observé en silencio: con absoluta confianza revisó la información digital que le indicaba en cuántos minutos llegaría su autobús, sacó la tarjeta de pago y me explicó cómo funciona y que siempre hay que tenerla lista para hacer el proceso más rápido. Llegó su autobús, se despidió con un "te quiero, papi" y la vi actuar con total naturalidad, como si llevase toda una vida viajando en el transporte público de Vigo.
Quise quedarme ahí para ver cómo se alejaba y disfrutar sin prisa esa sensación de tranquilidad tan básica que brindan los días en España, pero retomé mi camino de regreso a casa mientras iba experimentando en mi pecho un doble sentimiento: en primer lugar, sentí un inmenso orgullo porque mi hija de 12 años, que ya no es tan niña, está viviendo su transición a la adolescencia en un ambiente de mayor libertad y autonomía, y pese a los miedos y las dudas habituales que traen consigo los cambios en nuestras vidas, no se paraliza y avanza.
De hecho, sus primeros días en el nuevo colegio no fueron fáciles, particularmente porque, entre otras cosas, parte de su formación es el aprendizaje de y en lingua galega (idioma gallego) a la que está familiriazada, pero que no domina, y porque es normal que idealicemos el pasado reciente y comparemos. Sin embargo, a diferencia de los primeros días, ahora se le ve más adaptada y cómoda con el cambio, que no solamente implica pasar de un sistema educativo a otro, sino también de su niñez a la preadolescencia.
Asímismo, es justo destacar que el colegio le hizo las pruebas respectivas para conocer su nivel en diferentes materias y decidir si necesita clases de reforzamiento; no obstante, Paz, su tutora, nos dijo a Yolanda y a mí que hasta el momento no es necesaria ninguna clase de nivelación. Sin duda, esto dice mucho de las capacidades personales de Sara, pero también de la educación primaria que recibió en la Escuela Eternity de El Progreso en Honduras.
En segundo lugar, sentí mucha tristeza porque aunque en España esto puede resultar un aspecto sin importancia de la cotidianidad, en otros países puede implicar un grave riesgo para la vida e integridad de nuestras niñas y niños. Solo es cuestión de echar un vistazo a las estadísticas para comprender el peligro que enfrenta nuestra niñez, incluso en aquellos espacios que deberían ser seguros como el hogar, la iglesia y la escuela.
Al llegar a casa también reflexioné sobre lo injusto que es que el simple hecho de viajar sin miedo en el transporte público en medio de la "mañana-noche", sea un privilegio condicionado por el lugar de nacimiento o de pertenencia que indica un pasaporte, o por nuestro sexo y orientación sexual que determinan el nivel de riesgo que puede sufrir una persona en el espacio público.
En este sentido, reconozco que ser papá de una niña en tiempos siniestros de patriarcado es una empresa mucho más fácil desde esta posición de privilegio, la cual también permite que Sara tenga la opción de vivir en una sociedad menos violenta y machista.
Pero los privilegios pueden convertirse en herramientas útiles si se ponen al servicio de las causas por la igualdad. Mi aspiración como padre disidente de la paternidad patriarcal es ver a Sara convertida en una mujer fuerte, segura, independiente y autónoma que se articula con otras mujeres para aportar en esta lucha por la dignidad de sus pares y de las personas LGTBI.
Y en el contexto del privilegio que me brinda ser un hombre heterosexual, académicamente formado y en espacios laborales flexibles, siento que no puedo obviar mi deber de sumarme a las voces que denuncian las relaciones desiguales de poder y que promueven la construcción de espacios públicos y privados no discriminatrios y libres de las violencias machistas.
De cualquier manera y con independencia del pasaporte que portemos, los hombres tenemos una alta responsabilidad en dos sentidos: primero, avanzar en nuestro papel de hombres cuidadores, presentes y proveedores de amor, cuidado y cariño a nuestras hijas e hijos.
Debemos romper nuestra complicidad con el patriarcado que ha logrado que perdamos "las tardes, las noches, los baños, los juegos, pero también las prisas, las tareas del cole, las discusiones y peleas de las cenas, los 'papi, cinco minutos más'", de los que habla José María Ruíz Garrido.
Segundo, es nuestra obligación poner un alto a la violencia machista, pues como lo plantea Joaquim Montaner, esta "no es un asunto de mujeres. Para nada. Los perpetradores somos los varones, los hombres... y tenemos muchísimo trabajo por hacer".