Los últimos diez días han sido intensos para Sara y para mí. Primero, porque ha estado permanentemente conmigo, ya que su madre tuvo una gira de trabajo fuera del país. Como de costumbre, antes de ese tipo de viajes, Yolanda me advierte con muy pocas esperanzas que no sea alcahueto y Sara lanza una mirada y una sonrisa que delatan su seguridad de saber que será la "reina y señora" durante ese período de tiempo.
A mi favor solo diré que lo que realmente sucede es que mi hija es una muy buena negociadora y actúa con mucha sutileza, ya que, por ejemplo, para lograr ciertas cosas utiliza mecanismos poco convencionales, tal y como sucedió cuando me propuso jugar al "Uno" y apostar una invitación a comer tacos mexicanos. Me ganó 10-0 y reconozco que su propuesta estaba fríamente calculada porque tanto ella como yo sabemos perfectamente que su destreza para ese juego es inmensamente superior a la mía. De cualquier manera, lo importante es que compartimos dos espacios juntxs: el juego en casa y la cena en un restaurante mexicano (¡qué buena excusa! 😊).
Segundo, porque en estos días comenzó el primer campeonato del año en el que participa con la selección de fútbol U-10 de su escuela. Después de tres partidos intensos y tres victorias lograron llegar a la final, que se jugará la próxima semana. Obviamente, está muy contenta porque además de ser la capitana del equipo, ha metido un par de goles pese a que su papel en los encuentros es una combinación de juego ofensivo y defensivo. Me gusta verla tan emocionada y feliz, y compruebo que acompañarla en las cosas que para ella son importantes es una de las experiencias más hermosas que se puede vivir como padre.
Esta semana disputó los tres juegos. Su madre y yo fuimos juntxs a verla jugar los primeros dos. Sara estaba dichosa de verse acompañada por nosotrxs y de sentir y vivir en su día a día el hecho de que continuamos siendo una familia. Reconozco que no deja de llamarme la atención que muchas personas sigan sorprendiéndose que pese a nuestra separación, Yolanda y yo nos "llevemos tan bien", como dice una de las compañeritas de equipo de Sara, ya que en una sociedad como la nuestra "lo normal" sería terminar las relaciones de pareja en algo parecido a las tragedias románticas de las novelas mexicanas o venezolanas.
Me alegra tanto que a pesar de nuestros errores y rollos, Yolanda y yo somos un ejemplo de que "otras formas (amorosas) de separarse y relacionarse posteriormente son posibles", aunque también debo admitir que en gran medida se debe a la enorme paciencia y capacidad de Yolanda de lidiar con tipos complicados como yo, y a que ella se ha vuelto una experta en navegar en los mares turbulentos de mi "santa trinidad": soy el padre de su hija, soy su amigo y soy su compañero de trabajo, a quien para variar, ella coordina.
Pues bien, para el tercer encuentro que el equipo de Sara disputó como parte de las semifinales, solo yo pude ir a verla jugar. Por lo general, en los partidos sucede casi lo mismo que en ciertas actividades escolares en las que tenemos que involucrarnos los padres y las madres (como decorar el aula para un evento, por ejemplo): la mayoría de quienes se hacen presentes son madres y muy pocos somos padres. Obviamente, no todas las personas tienen la fortuna de tener tanta flexibilidad laboral como yo, pero no deja de ser una realidad el hecho que, pese a los avances, los hombres seguimos involucrándonos mucho menos que las mujeres en lo que tiene que ver con la escuela de nuestros hijos e hijas, o sus visitas al médico o médica.
Al terminar el juego aprovechamos los 40 minutos de regreso a casa para platicar de todo un poco. Hablamos del partido de semifinales, de la final y del equipo al que enfrentarán; de las caravanas de migrantes que huyen de Honduras por la violencia y la pobreza; de las ventajas y desventajas de ser hija única; de las razones por las que yo no tomo alcohol y de cómo ella tendrá que cuidarse en colectivo con sus amigas cuando salgan a tomar algo porque el machismo nos ha enseñado a los hombres a "aprovecharnos" de cualquier circunstancia para abusar de las mujeres; del aborto, un tema sobre el cual aún seguimos platicando y que será objeto de una próxima entrada en este blog; y sobre lo que hago cuando ella se queda a dormir en casa de su mamá un viernes o un sábado por la tarde-noche.
Este último tema salió a relucir cuando estábamos llegando a casa de Yolanda y en un tono de broma me pregunté a mí mismo y en voz alta qué es lo que iba a hacer esa noche, ya que soy un hombre soltero, conozco a mucha gente y al menos por ese día estaría libre de mi hija. Sara me conoce tan bien que coincidimos de forma absoluta en la respuesta que saltó inmediatamente de nuestras miradas y nuestras bocas: saltaría la cuerda viendo una película o algún curso de inglés u otros videos en Youtube, o escuchando mi música favorita; me ducharía; me pondría la pijama; cenaría solo leyendo eldiario.es, publico.es o Infolibre; y me encerraría en ese mundo de leer y escribir que tanto me gusta.
Sin embargo, lo que para mí ha representado una rutina normal y hasta apasionante, ese día se convirtió en un poderoso llamado de atención sobre mi vida solitaria cuando Sara, antes de bajarse del carro, terminó la conversación diciéndome: "Eso es muy triste papi". Admito que me dejó sin palabras, perplejo y me regresé a casa muy pensativo, con una imagen de mi vida revoloteando en mi cabeza que me provocó una profunda tristeza, incluso hasta creo que sentí lástima por mí mismo. Pese a que en los últimos años me he sentido orgulloso de mi modesto aporte académico al mundo de los derechos humanos, las palabras de Sara hicieron que me cuestionara hasta dónde eso es suficiente para sentirme en cierta medida pleno como hombre.
Es cierto que otras personas cercanas me han dicho lo mismo, Yolanda es alguien que me insiste permanentemente que disfrute a mi gente y que haga vida social, pero que me lo dijera de esa manera mi hija me dejó en shock y no he dejado de pensar en ello ni un momento. Y volví a repasar los últimos 10 años de mi vida en los que debido a diversas razones he construido una especie de bunker al que no he dejado entrar por completo a nadie. Reconozco que el miedo ha sido un elemento clave para ello, pues la mayoría de las veces he pensado que mi cercanía no le conviene a las personas, sobre todo a las que me aprecian y quieren.
Obviamente, he asumido equivocadamente el hecho de sentir miedo porque no me ha permitido entregarme sin reservas a las amistades, a los amores, a determinados proyectos colectivos y personales, y mi lógica ha sido guardar siempre cierta distancia para evitar que terminen sufriendo quienes estén cerca de mí. En gran medida, siempre he puesto como excusas perfectas la entrega casi exclusiva a mis intentos de paternidad igualitaria, a mi trabajo, a los libros y a escribir; los riesgos que implica estar cerca de alguien que cree en lo que yo creo; la inestabilidad económica que me rodea debido a mi opción política; y la inseguridad de no saber dónde estaré mañana y cuánto tiempo seguiré aquí.
Pero en el fondo siento que debo hacer un ejercicio de honestidad y admitir que bajo esas excusas de cuestionados fundamentos he estado sin estar completamente, me he encerrado en mi mundo, no he dejado que me ayuden para no contaminar con mis problemas a quienes me han querido y me quieren, he aparentado cierta normalidad para no llamar la atención ni preocupar a nadie e incluso he fomentado la imagen de estar siempre muy ocupado para evitar vincularme más allá de lo necesario. Como me lo recordó hoy Sara: "Hasta yo salgo más que vos papá". Pero todo eso lo he hecho creyendo de forma errada que "protejo" a quienes amo y estimo.
Las consecuencias son claras: he descuidado a mis amistades y a mi familia fuera de mi núcleo que representa mi hija, he perdido la oportunidad de disfrutar los espacios con mis compañeros y compañeras de proyectos comunes, y he dejado que viejos, nuevos, ciertos y posibles amores se me escapen "como agua entre los dedos", como canta Eva Cortés. En pocas palabras, no he sido suficientemente un buen amigo, pareja, familiar y compañero. Por ello, después de pensarlo mucho, ahora estoy convencido que para superar la situación que resume la frase de Sara "eso es muy triste papi", debo cerrar ciclos de una vez por todas y ser valiente para dejar atrás el pasado y abrir las ventanas del corazón que están siendo golpeadas por vientos llenos de la frescura que traen las nuevas pasiones.
Pero también sé que necesito hacer un alto y no sé cómo hacerlo, quizá tengo miedo porque detenerme implica hacer renuncias y forzar a otras personas a frenarse y no es justo, pero es más injusto vivir permanentemente con la necesidad de interrumpir el paso y, como consecuencia, no tener la capacidad de darme sin ataduras e intentar ser feliz, lo cual debería ser lo más importarte en esta vida que es experta en esfumar de golpe los años y los sueños más hermosos y aparentemente sólidos.
Hablando de la felicidad, hace un par de días conversé con Katrina, una persona a quien aprecio mucho y que es madre de Omar, un niño que juega en la categoría masculina U-10 de la escuela de Sara, y me contó que cuando su hijo regresa de clases ella siempre le hace la pregunta más importante de todas: "¿Fuiste feliz?" . Eso me hizo reflexionar sobre las veces que le pregunté a Sara cómo le fue en sus tareas, en sus exámenes, en sus presentaciones, en sus partidos, etc. y olvidé preguntarle lo más esencial, si fue feliz.
Pero a su vez me hizo reflexionar si en este momento del camino yo soy feliz en mi bunker, si soy feliz entre papeles y ordenadores, si soy feliz en medio de libros y soledades, si soy feliz siendo distante y frío, si soy feliz entre las prisas y las ocupaciones, si soy feliz aferrado a la excusa de mi dedicación casi absoluta a Sara para no moverme emocionalmente hacia el futuro y si soy feliz entre tantas justificaciones y límites autoimpuestos que no me permiten aplicar el consejo que día a día le doy a mi hija: ser feliz intensamente "aunque no tenga permiso", como dice Benedetti.