jueves, 24 de septiembre de 2020

De Caperucitas, Lobos Feroces y Hulk



Estos meses he estado muy activo brindando talleres y charlas sobre masculinidades disidentes. Ello me ha obligado no solamente a leer y estudiar más sobre feminismo y nuevas masculinidades, sino también a reflexionar sobre mi proceso personal en ese intento tan difícil de alejarme de los valores que nos impone la masculinidad hegemónica y que puede resumirse en la imagen de un hombre fuerte, héroe, guerrero, proveedor y jefe del hogar, que tiene nervios de acero y nunca llora, y que es explorador, arriesgado y aventurero.

En carne propia he descubierto lo que afirman quienes investigan estos temas: en primer lugar, que este tipo de masculinidad es frágil o "precaria" - como la llama Octavio Salazar- porque existe una necesidad de ser confirmada de forma constante para demostrarnos a nosotros mismos y a las demás personas que somos "hombres de verdad"; en segundo lugar, que es tóxica porque resulta estresante y hasta enfermizo vivir permanentemente preocupados por demostrar a cada instante que cumplimos fielmente con los valores, conductas y funciones que se suponen esenciales para ser verdaderos hombres, tal y como la sociedad espera de nosotros*.

Sin embargo, esta masculinidad frágil y tóxica es al mismo tiempo poderosa porque el patriarcado ha logrado que la mayoría de hombres nos sometamos a sus designios, y encajemos nuestras conductas a sus parámetros como si fuera algo natural. Para ello tiene, siguiendo a Salazar, una "policía de género" -integrada inconscientemente por otros hombres- "que va marcándonos el camino correcto y las fronteras que no debemos traspasar [...] Así, se vigila cómo hablamos, cómo nos sentamos, cómo movemos las manos, cómo nos comportamos en público, qué tipo de lenguaje usamos, cómo nos vestimos, cómo nos relacionamos con los demás, y muy singularmente con las mujeres".

En este último punto quiero detenerme para reconocer que la masculinidad hegemónica nos enseña a los hombres a conducirnos de acuerdo con las conductas de dos figuras reconocidas de la literatura: por un lado, como "Don Juan Tenorio", el típico caballero español del siglo XVI que se dedica a mentir y engañar para conquistar a cualquier mujer que se le cruce en el camino; y, por otro lado, como "El Lobo Feroz" del cuento de Caperucita Roja, que se muestra educado y respetuoso al principio para luego atacar a las dos mujeres de la historia: Caperucita y su abuela.

En relación con nuestro comportamiento como "Don Juan Tenorio", los hombres hemos aprendido que las mujeres y sus cuerpos son un "trofeo de caza" que debemos conquistar y, por tanto, hacemos lo que sea por conseguirlo, y esto implica mentir, no ser transparentes, engañar. Seguramente muchos de nosotros en algún momento de nuestra vida, frente a la posibilidad de "conseguir" a una mujer le hemos mentido diciendo: "no tengo pareja" -pese a tenerla-; "estoy casado, pero mi matrimonio ya no funciona"; "estoy con mi esposa por mis hijos"; "voy a dejar a mi esposa pronto"; "te amo y quiero una vida a tu lado". 

Del mismo modo, cuando nos involucramos en una relación permanente, en vez de ser transparentes desde el inicio y plantear claramente qué tipo de relación queremos, guardamos silencio y asumimos que es una relación monógama, pero a la primera oportunidad comenzamos a coleccionar infidelidades que en muchas ocasiones se traducen en familias condenadas a la clandestinidad hasta que ya es imposible ocultarlas. Desafortunadamente, como bien me lo dijo mi amiga Yessica Trinidad, este tipo de situaciones es más común de lo que parece.

Y con respecto a nuestro comportamiento como el "Lobo Feroz" del cuento, las estadísticas de violencia sexual, de femicidios y de violencia doméstica son tan contundentes que puedo afirmar que los hombres (lobos) representamos un grave peligro para las mujeres (caperucitas). Ello se debe en gran medida a que, como lo señalan en Little Revolutions, "somos hombres educados como lobos, educados en un entorno machista, donde se normaliza la violencia, la dominación y la cosificación de las mujeres"**.

Y lo peor de todo es que a las mujeres que son víctimas de agresiones, además de sufrir todas sus consecuencias, la sociedad las responsabiliza por las violencias recibidas. Basta leer los comentarios en los diarios digitales cuando abordan una noticia sobre femicidios o violencia sexual para corroborar cómo se culpa a las mujeres por "haberse vestido de forma 'provocativa'" o por "salir a la calle a ciertas horas de la noche", entre otras cosas. También sucede lo mismo cuando una mujer víctima de violencia decide denunciar a su agresor, pero se pone en duda su palabra, se le cuestiona por qué tardó tanto en denunciar o se le acusa de conspiradora, particularmente si el denunciado tiene poder, no solo económico, sino, sobre todo, simbólico.

No cabe duda que el poder simbólico juega un papel fundamental, ya que cuando se trata de hombres vinculados a los sectores reaccionarios del país no dudamos ni un ápice en acompañar a las víctimas y denunciar a los agresores, pero cuando se trata de hombres con una trayectoria pública de defensa de los valores democráticos y los derechos humanos, nos cuesta creer que algo así pueda ser posible, nos asaltan las dudas y tardamos en asumir una postura. También debo reconocer que tienen razón las compañeras feministas cuando dicen que entre los hombres hay un pacto de silencio implícito frente a las denuncias contra hombres que son nuestros amigos y compañeros, y puedo confirmar por mi propia experiencia que quien se atreva a romperlo es señalado como traidor y se levanta una pared de hielo para separarlo del resto.

En ese sentido, debo admitir que en los últimos dos años las denuncias por violencias machistas contra dos compañeros -la primera contra Wilfredo Méndez y la más reciente contra Guillermo López Lone- han representado un desafío que ha desvelado nuestras contradicciones y ha puesto a prueba la coherencia entre nuestro discurso y nuestra práctica. Sobre todo porque tenemos que reconocer que vivimos en un contexto de violencias machistas generadas por un sistema patriarcal en el que los hombres naturalizamos y normalizamos unas conductas que representan un riesgo para la vida e integridad de las mujeres.

En un contexto así, ante la más mínima sospecha o denuncia de algún tipo de violencia contra una mujer por parte de un amigo o compañero, nuestra obligación es tomar muy en serio la palabra de las víctimas, asumir una postura coherente, acompañarlas y exigir una investigación adecuada tanto en el ámbito de nuestras organizaciones y espacios de articulación, como de las correspondientes instituciones de investigación del Estado, velando que se garantice en todo momento el debido proceso para evitar la revictimización y, como lo plantea Rita Segato, el uso de los mismos métodos en el que se utiliza a "una víctima sacrificial como antes [fueron] las mujeres, no son brujas, sino brujos"***.

Sin duda alguna, la valentía de las mujeres que denuncian y de las mujeres y organizaciones que las acompañan representa un aire fresco en un país marcado por un autoritarismo que está asentado cómodamente en el espacio público y privado. Pero también representa un llamado de atención urgente para que los hombres entendamos que no podemos exigir y trabajar por la democratización de la vida pública si en los espacios donde tenemos cuotas de poder, sea en el trabajo, en nuestras organizaciones o en el hogar, nos comportamos como pequeños dictadores amparados en los privilegios que nos brindan las relaciones desiguales de poder, las cuales despojan de sentido y contenido la dignidad de las mujeres con quienes nos relacionamos.

Por eso animo a que los hombres que queremos una sociedad más justa y solidaria revisemos el tipo de masculinidad que vivimos, rompamos con nuestro comportamiento de "Don Juan Tenorio" (héroes románticos) y del "Lobo Feroz" (agresores y depredadores), y asumamos el compromiso de generar un cambio personal profundo del modelo de masculinidad que promueve y legitima la violencia contra las mujeres. Ello implica también romper con el pacto de silencio implícito frente a las violencias de los hombres que son nuestros amigos y compañeros. No podemos ser cómplices de ningún tipo de violencia, sea quien sea el agresor, no podemos llamarnos al silencio, no podemos atacar a quien desde la solidaridad y la sororidad acompaña a las víctimas.

Como hombres debemos abrir nuestros oídos a sus voces de denuncia y renunciar al privilegio de que nuestra voz se imponga en los espacios públicos y privados solo por el hecho de ser hombres. Pero también debemos asumir con responsabilidad política nuestras conductas determinadas por la masculinidad hegemónica, enfrentar las consecuencias, aceptar nuestros errores y nuestras violencias, pedir perdón por ellas, avanzar hacia gestos y conductas que puedan reparar a las víctimas y sanarnos a nosotros mismos, y dar un paso al costado en los espacios de poder para iniciar un verdadero proceso de reflexión sobre el impacto de nuestro comportamiento de "Lobo" en nuestras vidas y en las de las mujeres.

Haciendo uso de la imagen de un cómic, es necesario reconocer que así como al Dr. Banner la explosión de una bomba de rayos gamma provocó que cualquier agitación interna lo convierta en un monstruo verde lleno de rabia llamado Hulk, el patriarcado ha inoculado en nuestro interior a un "Don Juan Tenorio" y a un "Lobo Feroz" que debe ser erradicado. El Dr. Banner aceptó la ayuda de su joven amigo Rick Jones que lo llevó a un lugar seguro para comprender lo que le había ocurrido al convertirse en ese monstruo. Por eso, reconociendo que tengo miedo de mí mismo por el "Lobo" y el "Hulk" que llevo dentro, y que esperan la mínima ocasión para mostrar su cara, creo que como hombres debemos admitir la existencia de un machismo estructural que nos define, dejar las resistencias que nos hacen pensar que somos inmunes a él y aceptar que la "cura" está en el feminismo.

Insisto en algo que planteé el año pasado, este es el momento oportuno para que nuestras organizaciones y "espacios de articulación coloquemos en la agenda colectiva un profundo proceso de reflexión sobre nuestras omisiones frente a las violencias contra las mujeres que ya constituyen violaciones sistemáticas a sus derechos y libertades fundamentales. No podemos continuar tratando estos hechos con indiferencia, la cual, en muchas ocasiones, puede significar la muerte física o moral de más de una mujer****".


* Recomiendo su libro Los hombres que no deberíamos ser. La revolución masculina que tantas mujeres llevan siglos esperando. Planeta. Barcelona. 2018. https://www.planetadelibros.com/libro-el-hombre-que-no-deberiamos-ser/260351


*** Se puede escuchar la entrevista completa en Radio con vos aquí: Rita Segato visitó a Reynaldo Sietecase


domingo, 6 de septiembre de 2020

12 años de ser abuelo, siendo padre

Sara, de rojo (der.) con sus primas Gaby (cen.) y Marta (izq.)

En su libro El hombre que no deberíamos ser, Octavio Salazar nos recuerda la dimensión de una frase que escuchó en una película japonesa: "este mundo sería mucho mejor si los hombres, antes de ser padres, fuéramos abuelos". Según él, esta expresión nos llama la atención sobre la que es una de las revoluciones pendientes que los hombres debemos protagonizar en pleno siglo XXI, es decir, revisar nuestra manera de hacernos desde ese "modelo hegemónico de sujeto proveedor y detentador del orden y la autoridad familiar".

¡Cuánta verdad hay en esas palabras! Seguramente, muchos hombres de mi generación tendremos muy pocos o nulos recuerdos de nuestros padres siendo cariñosos, diciéndonos te amo, cuidándonos, contándonos un cuento antes de dormir, llevándonos al médico o médica, preparándonos algo de comer, estando atentos a nuestras medicinas o encargándose de los asuntos escolares. Sin embargo, vemos con sorpresa cómo esos mismos hombres hoy se comportan de manera diferente con sus nietos y nietas, mostrando una faceta prácticamente desconocida de emociones, de fragilidad y de una necesidad de recibir y brindar cariño.

Yo me siento privilegiado de poder decir hoy, seis de septiembre, que cumplo doce años de "ser abuelo siendo padre". Doce años desde que mi vida dio un giro de 180 grados. Doce años desde que una cabecita se asomó por el tunel de la vida y reposó en mis manos temblorosas. Doce años desde que los ojos más grandes y brillantes se convirtieron en la luna y el sol de mi universo. Doce años de alegrías, de miedos, de aprendizajes y de experimentar una profunda e incomparable forma de amar. Doce años de feminismo y de consolidación de un modelo disidente de masculinidad gracias a la presencia de una niña que se ha convertido en mi consciencia y en la luz de alerta frente a mis contradicciones e incoherencias como hombre.

Hoy Sara cumple doce años y celebro la vida no solo por su nacimiento, sino también por mi propio nacimiento como un nuevo hombre que afortunadamente no ha tenido que "ser abuelo antes que padre", ya que en este proceso he podido identificar roles y estereotipos patriarcales que provocan situaciones injustas para las mujeres, y renegar del modelo de "macho alfa" que siguieron fielmente mis abuelos y mi padre. Festejo que la existencia de Sara ha significado para mí la mayor y mejor escuela de aprendizaje sobre feminismo, entendido como teoría liberadora de las personas, como ética que critica al poder y como forma de vida que persigue la igualdad. 

Obviamente, no es suficiente ser padre de una niña para dar estos pasos, sin embargo, para mí fue un detonante final que me abrió los ojos frente a las visibles e invisibles relaciones desiguales de poder entre los géneros que nos garantizan a los hombres unos privilegios a costa del bienestar de las mujeres y de las personas feminizadas por el patriarcado. Como lo planteé hace 6 años en la campaña "Hombres contra la violencia machista" de la Asociación de Hombres por la Igualdad de Género*, mi decisión es desmontar y deconstruir mi identidad patriarcal y machista, y construir una nueva identidad de hombre igualitario y aliado feminista que me permita aportar en la transformación de mis relaciones con las mujeres y las personas LGTBI, cuestionar la exclusividad de la cisheteronormatividad y reivindicar mi derecho a vivir mi paternidad sin necesidad de "ser abuelo antes que padre".

Siempre he dicho que creí que el feminismo serviría como una herramienta de emancipación de mi hija como mujer, pero ahora me doy cuenta que también es un instrumento para mi propia liberación como hombre. Por eso tengo tanto que agradecer y celebrar estos 12 años de Sara, y pese a la mezcla de alegría y morriña que siento porque es el primer cumpleaños que nos separa un océano entero, sé que está entrando en la preadolescencia con unas herramientas mínimas que su madre y yo le hemos dado para empoderarla, y para que sea "libre, loca y bruja". Como le escribí hoy en un mensaje por Telegram para que lo leyera al despertar, su madre y yo tenemos mucha fortuna de que sea nuestra hija porque es inteligente, independiente, noble, buena y una payasita que nos hace reír con sus ocurrencias;  y, además de amarla, la admiro.

Hoy permanecí despierto hasta las 3 de la mañana esperando que despertara para llamarla y felicitarla. Cuando su tía Xulia me avisó que ya podía hablar con Sara, me encontré a una casi adolescente con un marcado acento gallego que, en medio de esa distancia natural que la adolescencia comienza a levantar, me regaló la pregunta "¿Cuándo vienes, papá?" y un "Te quiero, papá", que derrumbaron uno a uno los miles de kilómetros que ayer y hoy se depositaron en mi espalda, pintando temporalmente de gris la alegría de estos 12 intensos años que me han cambiado la vida y que me han hecho un ser humano y un hombre un poquito mejor.