Indudablemente la muerte es un tema tabú. A nadie le gusta hablar de ella a pesar que en un país tan violento como Honduras es una realidad cotidiana, que se respira en el ambiente la sensación de que en el transcurso del día cualquier persona puede ser una potencial ganadora de su lotería macabra.
Hay personas que por su situación particular se encuentran en mayor riesgo frente a la muerte, entre ellas están quienes de algún modo se oponen a la corrupción, a las injusticias, al autoritarismo, al patriarcado, a los dogmatismos religiosos, al sistema que genera pobreza, exclusión y desigualdad, y a las violaciones a derechos humanos.
No es de extrañar que algunos órganos de Naciones Unidas como el Relator Especial sobre la Situación de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, Michel Forst, en su más reciente visita al país concluyó que tales personas no podemos trabajar en un entorno seguro y propicio, ya que nos encontramos en peligro y no nos sentimos seguras debido a los numerosos ataques y amenazas, la criminalización de nuestras actividades y la falta de acceso a la justicia.
Antes que Sara naciera, incluso antes que fuera pensada y deseada, la muerte no era un tema que me generara mayor preocupación. De hecho, siempre la vi como una aliada, pues al pensarla me recordaba constantemente mi vulnerabilidad, mi temporalidad y mi paso efímero por este mundo, y eso me hacía vivir con mayor intensidad el presente.
Recuerdo perfectamente que un viernes 3 de agosto de 2001, en un "extraño accidente" pude ver los ojos a la muerte. Yo trabajaba en la Pastoral de Movilidad Humana en Caritas Nacional y parte del trabajo implicaba movernos por todo el país capacitando en temas de migración y refugio. Ese día tres compañeras y yo nos dirigíamos desde Tegucigalpa hacia la costa norte cuando la muerte nos sorprendió.
Murieron las tres, solo yo sobreviví. Nadie se explica cómo no me pasó nada grave, ni siquiera una fractura. Mucha gente pensó equivocadamente que después de esa experiencia yo dejaría de ser ateo, pero obviamente la experiencia me marcó en el sentido de reafirmar que tenía el deber de vivir el día a día porque lo único real y seguro es este instante; el pasado solo es un simple recuerdo y el futuro es absolutamente incierto.
También esa experiencia me hizo reflexionar sobre dos cosas. La primera, que quería seguir trabajando y con más fuerza el tema de derechos humanos; y la segunda, que ello implicaba un enorme riesgo y, por tanto, lo mejor era renunciar a la idea de convertirme en padre. No obstante, vivir en la tranquilidad y seguridad que brinda el primer mundo cambia la perspectiva de las cosas y llegó la decisión de tener a Sara.
Un año después de su nacimiento llegó otra decisión fundamental: volver a Honduras en medio del golpe de Estado porque en ese momento creímos que no podíamos estar cómodxs en Europa mientras el país estaba en llamas, pensábamos que era el momento de regresar y aportar. Decidimos venir por 4 años y llevamos 9, y ese tiempo trajo consigo una separación* y muchos miedos vinculados a mi hija.
Desde que Sara nació mi perspectiva de la muerte cambió drásticamente porque pasé de respetarla y verla como una aliada, a tenerle miedo. En momentos de grave crisis me aterra pensar que le pase algo a su madre o a mí, y no poder verla crecer o que crezca sin unx de lxs dos. Reconozco que me invade un inmenso temor al pensar que un día mi salud comience a deteriorarse y no pueda hacer nada para seguir a su lado hasta que sea totalmente independiente.
Y también me aterra pensar que debido a mi trabajo y a mis principios la pueda condenar un día a sentir el dolor de una pérdida de ese tipo. En una entrada anterior compartí que hace un par de años fuimos a San Salvador para participar en el aniversario de los mártires de la Universidad Centro Americana (UCA) y que tuvimos la oportunidad de visitar el lugar donde vivió monseñor Romero, el cual se ha convertido en una especie de museo de peregrinación.
La persona que nos guió en la visita al interior de la casa de monseñor nos contó muchas historias sobre él y su compromiso con la justicia. Indudablemente, el estar en el sitio donde vivió uno de los mártires más importantes de nuestro continente nos dejó los sentimientos a flor de piel y una especie de rabia y esperanza renovada por los cambios sociales para hacer de nuestros países lugares más compartidos y solidarios.
Pero al salir de ahí Sara se me acercó y con lágrimas en sus ojos me preguntó, literalmente: "Papi, si a monseñor lo mataron por luchar por la justicia, ¿a vos también te van a matar?"** No tengo palabras para describir lo que sentí ante su pregunta, solo recuerdo que tuve que armarme de mucho valor y temple para evitar llorar, y para convencerla que nadie me mataría y que yo estaría con ella hasta que no me necesitara. Hace un par de meses viví una grave situación de inseguridad en el marco de la crisis política por el fraude electoral que me hizo recordar con mucho temor esa pregunta.
Pero realmente tengo miedo a morir, no por mí, sino por ella, aunque nunca se lo demuestro. Cuando hablamos sobre la muerte le insisto que es una aliada, que ella debe vivir plenamente hoy, que mañana no existe, que lo que pasó ya pasó y no hay vuelta atrás, y que debe aprovechar cada momento de felicidad que se le presente en la vida porque la felicidad no es un estado permanente, sino que está hecha de momentos, a veces muy cortos.
Pero tengo miedo y no puedo evitarlo. Sé que en este país caracterizado por la violencia y la impunidad todas y todos somos candidatos a que se nos arrebate la vida, especialmente si además denunciamos e intentamos cambiar las condiciones que condenan a la mayoría de la población a vivir en condiciones indignas. Pero también esas condiciones son las que provocan que se arranque la vida a tantas personas por la falta de acceso a un sistema de salud pública eficiente y de calidad.
Admito que frente a mis temores soy un privilegiado porque mi pasaporte español me abre otras puertas y me brinda las seguridades que no existen en Honduras, pero no quiero sentir que abandono este barco y a mi gente (compañerxs, familiares, amistades, víctimas). Sin embargo, a pesar de mis dilemas y mis temores, no puedo ignorar que el bienestar de Sara es lo único que debe condicionar mis decisiones.
Hay personas que por su situación particular se encuentran en mayor riesgo frente a la muerte, entre ellas están quienes de algún modo se oponen a la corrupción, a las injusticias, al autoritarismo, al patriarcado, a los dogmatismos religiosos, al sistema que genera pobreza, exclusión y desigualdad, y a las violaciones a derechos humanos.
No es de extrañar que algunos órganos de Naciones Unidas como el Relator Especial sobre la Situación de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, Michel Forst, en su más reciente visita al país concluyó que tales personas no podemos trabajar en un entorno seguro y propicio, ya que nos encontramos en peligro y no nos sentimos seguras debido a los numerosos ataques y amenazas, la criminalización de nuestras actividades y la falta de acceso a la justicia.
Antes que Sara naciera, incluso antes que fuera pensada y deseada, la muerte no era un tema que me generara mayor preocupación. De hecho, siempre la vi como una aliada, pues al pensarla me recordaba constantemente mi vulnerabilidad, mi temporalidad y mi paso efímero por este mundo, y eso me hacía vivir con mayor intensidad el presente.
Recuerdo perfectamente que un viernes 3 de agosto de 2001, en un "extraño accidente" pude ver los ojos a la muerte. Yo trabajaba en la Pastoral de Movilidad Humana en Caritas Nacional y parte del trabajo implicaba movernos por todo el país capacitando en temas de migración y refugio. Ese día tres compañeras y yo nos dirigíamos desde Tegucigalpa hacia la costa norte cuando la muerte nos sorprendió.
Murieron las tres, solo yo sobreviví. Nadie se explica cómo no me pasó nada grave, ni siquiera una fractura. Mucha gente pensó equivocadamente que después de esa experiencia yo dejaría de ser ateo, pero obviamente la experiencia me marcó en el sentido de reafirmar que tenía el deber de vivir el día a día porque lo único real y seguro es este instante; el pasado solo es un simple recuerdo y el futuro es absolutamente incierto.
También esa experiencia me hizo reflexionar sobre dos cosas. La primera, que quería seguir trabajando y con más fuerza el tema de derechos humanos; y la segunda, que ello implicaba un enorme riesgo y, por tanto, lo mejor era renunciar a la idea de convertirme en padre. No obstante, vivir en la tranquilidad y seguridad que brinda el primer mundo cambia la perspectiva de las cosas y llegó la decisión de tener a Sara.
Un año después de su nacimiento llegó otra decisión fundamental: volver a Honduras en medio del golpe de Estado porque en ese momento creímos que no podíamos estar cómodxs en Europa mientras el país estaba en llamas, pensábamos que era el momento de regresar y aportar. Decidimos venir por 4 años y llevamos 9, y ese tiempo trajo consigo una separación* y muchos miedos vinculados a mi hija.
Desde que Sara nació mi perspectiva de la muerte cambió drásticamente porque pasé de respetarla y verla como una aliada, a tenerle miedo. En momentos de grave crisis me aterra pensar que le pase algo a su madre o a mí, y no poder verla crecer o que crezca sin unx de lxs dos. Reconozco que me invade un inmenso temor al pensar que un día mi salud comience a deteriorarse y no pueda hacer nada para seguir a su lado hasta que sea totalmente independiente.
Y también me aterra pensar que debido a mi trabajo y a mis principios la pueda condenar un día a sentir el dolor de una pérdida de ese tipo. En una entrada anterior compartí que hace un par de años fuimos a San Salvador para participar en el aniversario de los mártires de la Universidad Centro Americana (UCA) y que tuvimos la oportunidad de visitar el lugar donde vivió monseñor Romero, el cual se ha convertido en una especie de museo de peregrinación.
La persona que nos guió en la visita al interior de la casa de monseñor nos contó muchas historias sobre él y su compromiso con la justicia. Indudablemente, el estar en el sitio donde vivió uno de los mártires más importantes de nuestro continente nos dejó los sentimientos a flor de piel y una especie de rabia y esperanza renovada por los cambios sociales para hacer de nuestros países lugares más compartidos y solidarios.
Pero al salir de ahí Sara se me acercó y con lágrimas en sus ojos me preguntó, literalmente: "Papi, si a monseñor lo mataron por luchar por la justicia, ¿a vos también te van a matar?"** No tengo palabras para describir lo que sentí ante su pregunta, solo recuerdo que tuve que armarme de mucho valor y temple para evitar llorar, y para convencerla que nadie me mataría y que yo estaría con ella hasta que no me necesitara. Hace un par de meses viví una grave situación de inseguridad en el marco de la crisis política por el fraude electoral que me hizo recordar con mucho temor esa pregunta.
Pero realmente tengo miedo a morir, no por mí, sino por ella, aunque nunca se lo demuestro. Cuando hablamos sobre la muerte le insisto que es una aliada, que ella debe vivir plenamente hoy, que mañana no existe, que lo que pasó ya pasó y no hay vuelta atrás, y que debe aprovechar cada momento de felicidad que se le presente en la vida porque la felicidad no es un estado permanente, sino que está hecha de momentos, a veces muy cortos.
Pero tengo miedo y no puedo evitarlo. Sé que en este país caracterizado por la violencia y la impunidad todas y todos somos candidatos a que se nos arrebate la vida, especialmente si además denunciamos e intentamos cambiar las condiciones que condenan a la mayoría de la población a vivir en condiciones indignas. Pero también esas condiciones son las que provocan que se arranque la vida a tantas personas por la falta de acceso a un sistema de salud pública eficiente y de calidad.
Admito que frente a mis temores soy un privilegiado porque mi pasaporte español me abre otras puertas y me brinda las seguridades que no existen en Honduras, pero no quiero sentir que abandono este barco y a mi gente (compañerxs, familiares, amistades, víctimas). Sin embargo, a pesar de mis dilemas y mis temores, no puedo ignorar que el bienestar de Sara es lo único que debe condicionar mis decisiones.